La muerte y la doncella
I
Me sucedió esto el tercer día de estadía allí. Me desperté sobresaltado al amanecer en medio de tercos sueños delirantes. En los primeros minutos nada parecía tener sentido. Me froté los ojos varias veces, sequé el sudor, producto de la fiebre de mi frente y me senté a observar cómo poco a poco, esa oscura silueta, iba tomando sentido. Transcurrió tal vez media hora, hasta que al fin comprendí de qué se trataba. Al principio el miedo me aturdió, no era capaz de moverme, ni de pronunciar palabra alguna, ya no sentía, incluso, ese fuerte dolor de hígado, producto de la hepatitis por la cual fui hospitalizado en aquella clínica.
Parecía como si yo no existiera, o mejor, como si yo no le interesara; ni yo ni los otros diez pacientes con los que compartíamos
Caminaba lentamente de lado a lado del pasillo, con la paciencia del que espera un valioso tesoro. Sólo se detenía para observar a uno de mis compañeros enfermos que se encontraba en una cama a mi lado derecho. Cuando la vi parada frente a él, intenté reconocer sus rasgos, pero la oscuridad de la madrugada y la capota que llevaba puesta hacían la labor imposible.
II
Y tan contenta que se encontraba su doncella el día anterior. Estaba loca de contenta pues aseguraba que su hombre muy pronto se recuperaría. “Qué lindo es tener a mi lado a un hombre débil e indefenso al cual cuidar” decía, y permanecía siempre atenta a lo que su hombre necesitara, no le importaba que él llevara poco más de un mes sin despertar.
Sagradamente todos los días lo visitaba: le leía libros que hablaban de amor, le acariciaba su cara y sus manos con ternura. Últimamente se dedicaba a tejerle unos guantes de lana azul, su color favorito, para que usara en las noches frías cuando saliera del hospital.
III
Esa mañana me desperté con el sonido de los lamentos, de los peldaños y de las viejas escaleras que trancaban.
Soñé toda la noche anterior, breves gritos intermitentes se internaron en mi sueño; creí entender que los delirios se debían a la fiebre de mi enfermedad, sin embargo di un rápido vistazo y me quedé asombrado: no encontré la oscura silueta y tampoco estaba mi compañero enfermo ni su bella doncella acompañándolo; sólo había un par de guantes de lana encima de una cama vacía.